Para Jacobo y Gamal Rugeles, ante su ausencia
Una no sabe nada, aparte de que es deber amar y vivir, y desde el inicio de este encierro por la pandemia todas las soledades son más crueles. Entonces, andamos a ciegas en esto de perder para siempre, indefectiblemente, a otros.
En el instante, en la hora crucial, duele tanto despedir a otros, que son como pedazos de nosotros mismos desgarrados.
Son las voces que ya nunca oirás, oiremos.
Sabemos que no habrá más respuestas ni suspiros en común. Y dolerán siempre esas voces que ya no están ni estarán.
Sabemos que no habrá más respuestas ni suspiros en común, ni deseos, ni relatos, ni abrazos, ni reencuentros de reconciliación, ni voces en el auricular del teléfono, ni fotografías juntos, ni alegrías o tristezas compartidas.
Su ausencia nos despierta una manada de recuerdos en común, y remontamos el tiempo y los tiempos.
Hoy estamos reunidos en torno a Jacobo y Gamal Rugeles.
Y con ello resucito mis primeros meses de llegada a Valencia, después de haber quedado en la selección de los profesores del grupo que vino a presentar concurso para la ampliación de la Escuela de Educación, y en mi caso, para formar parte del equipo de Lengua y Literatura. Era nueva, recién llegada, desconocía y era desconocida.
Justo por esos días conocí a Jacobo Rugeles, hace más de cincuenta años.
Él estaba cerca del MAS, la agrupación política, y yo venía del Zulia, con ese vínculo, buscando afinidades. Pregunté por él y finalmente le ubiqué en plena faena de trabajo.
Jacobo trabajaba con tintas, el silescrín y la pantalla de seda, las herramientas para hacer afiches. Estaba entre las tintas, los colores, las consignas, los diseños, y fueron las señales para acercarnos.
Enseguida lo sentí como mano-amiga, y me sorprendía su sonrisa permanente, su trato fresco, liviano, sin demasiadas preguntas, con la risa a flor de piel, la timidez disimulada, y el deseo de ponerme en contacto con el entorno, como “la camaradita que llegó de Maracaibo”.
No éramos Facultad sino Escuela de Educación, él era de un equipo para toda la Universidad, entonces todo era más pequeño, menos espacios y menos personas. Él me hizo conocer a otras personas y rápidamente todo era cuestión de grupo.
El conocimiento de Tania y con los años, de los chamos de ambos, vino con el tiempo.
De hecho Sergio, mi hijo, tuvo su mejor amigo por más de una década, en Jacobito hijo, con la jovialidad y la simpatía de sus padres impresa en él.
Jacobo padre tenía una enorme disposición a ser servicial, a estar atento, a ver el mundo con “ el viento fresco del amanecer con los primeros aromas”, como dijera Ramón Palomares en su verso.
Su noción impresa de la sencillez de trato nos atraía a todos, y enseguida se solidarizaba si era de hacerlo, o se sumaba a las tareas si era de ayudar a otros, su risa, su sentido del humor, era la sencillez misma, iniciado en la corriente de entender las necesidades de los otros, no era pues de los que tienen “una carga de plomo en las entrañas”.
Él, Tanía y los muchachos, como una columna de brisa mañanera, siempre nos dieron la sensación de la sombra del árbol que se contempla cuando el sol está más aplomado.
Y que extraño recorrido nos aguardaba a todos para hacernos vivir la pérdida de un ser que era como un árbol anchuroso, y el dolor del corazón con la nostalgia.
A su hijo: Gamal se le recuerda siempre vinculado a la música, que le vendría indudablemente de Tania y su afán brioso, sostenido, con fuerza eficiente y anchurosa.
Gamal era dulce, con una sonrisa enigmática y no muchas palabras. Era un observador de la inflexibilidad del mundo.
Del padre tenemos el eco de su sencillez y ternura, del hijo el saberlo en su afán de aprender en sinuoso camino, construyendo las columnas necesarias para hacerse sentir en la música y el territorio de lo vivido, con familia propia, y presente final calcinante.
Gamal dio su lucha, como todos, construyó su propia parábola desde la música, con su aire sutil, enigmático, y una timidez de silencios como manto de protección.
Padre e hijo, en este súbito presente calcinante, se nos ausentan para siempre, y no podemos evitar el reclamo, restregarnos los ojos, preguntarnos una y otra vez por esta partida acelerada, inesperada, que nos sobresalta.
La sorpresa, la suspensión del contrapunto, hace que nos cueste aceptar sus ausencias, que pertenecen a una cavidad oscura, lejana de todo deseo.
Pero el recordarlos, unirnos en una sola voz para evocarles, tiene el sentido de la pervivencia, como escribió el gran Lezama Lima: “Los murmullos agitan su nueva caldera de plata”.
Pensamos que es un deber retomar los recuerdos de los ausentes y luchar contra el olvido, y como los pájaros se avecinan a las ramas y proclaman con su música la mañana, nosotros no olvidaremos a los ausentes y les celebraremos siempre, por el tiempo que estuvieron entre nosotros.
Para Jacobo padre y Gamal hijo, que brille para ellos la luz perpetua.
Laura Antillano