Opinión
Ricardo Gil Otaiza: De la palabra
Lo primero es la palabra, de allí que busquemos (a veces sin alcanzarlo) nombrar las cosas y el mundo, y asirlos hasta hacerlos nuestros
10 de marzo de 2025
Ohpinión.- De los grandes maestros del pre-Boom de la literatura, deseo exaltar hoy al extinto mexicano Octavio Paz, quien, con su obra, exenta del género novelesco (la joya de la corona), así como del relato (género que consagra, recordamos a Quiroga, a Poe, a Borges ya Monterroso, entre muchos otros), pudo remontar la cima de las letras y erigirse en clave figura para la comprensión del mundo, desde una región fuertemente vapuleada, ninguneada y exánime: la hispanoamericana. Fue Paz una enorme esteta de la palabra, que cinceló (y en este vocablo hago énfasis) un discurso literario desde la poesía y el ensayo (principalmente), y marcó huella profunda. Y cuando hablo de la “huella”, no me refiero precisamente a los numerosos premios que recibió en vida (el Nobel incluido), sino porque supo hurgar en el sentir de estos pueblos y plasmar su esencia que, como magma incandescente, lacera las emociones y regocija en la palabra. Puedo leer en El arco y la lira, uno de los libros de Paz que más he disfrutado hasta él éxtasis intelectual, y cuya primera versión data de 1956, lo siguiente: “No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento: lo primero que hace el hombre frente a una realidad desconocida, es nombrarla, bautizarla. Lo que ignoramos es lo innombrado”.

Lo primero es la palabra, de allí que busquemos (a veces sin alcanzarlo) nombrar las cosas y el mundo, y asirlos hasta hacerlos nuestros. Recuerdo haberlo contado ya en esta misma columna, pero no está de más que lo repita para mis nuevos lectores: siendo muy niño a mi madre le extrajeron las amígdalas (cirugía frecuente en aquellos tiempos; todo un negocio redondo), y por recomendación médica no podía hablar durante un par de días. Cuando llegó a la casa la saludé con enorme alegría, y ella se olvidó de aquello e intento articular una frase, pero no pudo: de su boca salió a duras penas un susurro ininteligible. Yo me aterré, su palabra era mi mundo, y salí corriendo y dije a voz en grito y con cara de espanto: “¡A mamá se le fue el volumen!”.

La palabra articula, conjuga, sojuzga, interpreta, analiza, canta, poetiza, insulta, enamora, despide, entretiene, cuenta, espanta, representa, solloza, ora, consagra, intimida, recrea, y también calla. La palabra es etérea, pero la lanzamos al mundo y tiene el poder de materializarse, de construir realidades a la altura de su representación, de transformar aquello que nombra y ponerlo a sus pies, porque la palabra es poder, es fuerza que transfigura, es energía que brota de la interioridad y se empina para desde su altura, hacerse dueña y señora de las circunstancias y así rebatir con hechos la inanición y la nada.
Nos dice Irene Vallejo en su ya obra clásica El infinito en un junco: “Sócrates no fue el único gran pensador que, en la encrucijada de la comunicación, se abstuvo de escribir. Como él, Pitágoras, Diógenes, Buda y Jesús de Nazaret optaron por la oralidad. No obstante, todos ellos sabían leer y dominaban la escritura”. Oralidad y escritura son una dupla que articula palabras, que busca trascender más allá del ahora, que se erige por encima de la realidad y se comunica con el presente y con el devenir, y deja un mensaje que será decodificado justamente desde la misma palabra. Sin la palabra, estas figuras serán apenas meros fantasmas, sin mensaje y sin realidad qué transmitir, olvidados desde un olvido árido, imposible de imaginar, desdibujado en el horizonte y perdidos para siempre.

Ahora bien, la palabra existe y es para nosotros un motor que mueve al mundo (y los otros motores se conjuntan también gracias a ella: economía, ciencia, política, religión, cultura, deporte, medios, educación…), que hace del devenir fuente de tristeza o de esperanza, de paz o de guerra, y esa palabra erigida también en libro y en literatura, es todo un portento, no en vano el buen Mario Morales nos dice hoy domingo (cuando esto escribo), en su breve reflexión dominical de Voces de la literatura: “La literatura es un camino para el entendimiento, la libertad y la democracia…” Y así, gracias a que ella es oralidad y palabra plasmada, asentada en el papel o en la página electrónica, llevada aquí y allá a todos los confines del planeta; palabra transformada en obra de arte, en género, en poesía o en prosa (o ambas), en vivencia de personajes que son nosotros (o como nosotros), que nos hablan al oído ya veces en sus susurros nos desvelan claves propicias para la vida, y en esas páginas nos vemos reflejados; ellas son un calco de nuestro sentir y hasta en los géneros o renglones más abstractos (ciencia-ficción, por ejemplo), siempre habrá el espíritu de lo humano, que todo lo mueve a su antojo.

La palabra nos representa y nos contiene, ella es en esencia receptáculo y parte del espíritu que nos posee, que nos impele a seguir: a no claudicar, a intentar conquistar cada día nuevas alturas personales y familiares, a no desfallecer en medio de las terribilidades de la existencia y de las tormentas que ensombrecen el horizonte, a establecer vasos comunicantes con los otros, a abrirnos desde nuestra interioridad y manifestar lo que nos habita en el Ser, y así conformar una misma noción del vivir, que nos haga sentir parte y todo de un único tiempo histórico.

Sin la palabra todo sería silencio y sombras.

Somos palabra transmutada; palabra conquistada desde los albores civilizatorios. Volviendo a Paz, ya citado aquí, diría con él: “La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad”.

rigilo99@gmail.com
Ricardo Gil Otaiza
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VÍA Equipo de Redacción Notitarde
FUENTE Ricardo Gil Otaiza