Crónica del pasado: Fusilamiento en la U.C.V.
"En la historia del crimen político hay algunos sucesos que los interesados repiten y hasta tergiversan y magnifican"
Opinión.- En la historia del crimen político hay algunos sucesos que los interesados repiten y hasta tergiversan y magnifican, pero esos mismos olvidan u ocultan otros hechos por razones innobles. Uno de estos crímenes que no quieren que recordemos es el atroz asesinato del joven Miguel Alfredo Sosa Borregales.
Eran los días finales de 1968. Finalizaba el período constitucional de Raúl Leoni y Rafael Caldera se preparaba para asumir la recién ganada presidencia.
Eran tiempos de la guerrilla de la ultraizquierda, cuando todos los días los terroristas comunistas ponían bombas, extorsionaban a gente del campo, asesinaban policías y militares y secuestraban a cualquier persona. Miguel pertenecía al frente guerrillero llamado Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), con el que había participado en pequeños actos terroristas, por lo que fue identificado por los funcionarios de la antigua Dirección General de Policía (DIGEPOL) la que años después fue sustituida por la DISIP, quienes lo tuvieron un cierto tiempo preso, pero al no tener suficientes indicios legales fue puesto en libertad. Eso fue su condena.
En aquellos tiempos era común que los guerrilleros urbanos o rurales al ser detenidos se convirtieran en colaboradores del gobierno, para lo cual recibían alguna cantidad de dinero, se convertían en “delatores”, “sapos” o “topos”; se infiltraban en sus organizaciones criminales y pasaban la información a los cuerpos de seguridad, lo que a la larga llevó al desmantelamiento de todos esos grupos terroristas.
A su vez en estos grupos cada vez se hacía mayor el grado de paranoia y desconfiaban los unos de los otros. Son innumerables los casos de los fusilamientos ocurridos dentro de las filas subversivas, tanto de hombres como de mujeres que tuvieron la infeliz idea de “irse al monte por la revolución”.
Pues bien, al día siguiente del día de los inocentes de 1968 llegó a la modesta casa de Miguel, quien sólo tenía 20 años, en la barriada de Lidice, en Caracas, uno de sus “camaradas revolucionarios”.
Los familiares lo describieron como un sujeto trigueño con una cicatriz en la cara. Luego de conversar unos cinco minutos, Miguel salió con su compañero y montaron en un Volkswagen que con otros dos sujetos los esperaban fuera de la casa. Ya ese carrito era conocido por la familia y los vecinos porque rondaba la casa desde que Miguel fue liberado por la DIGEPOL. Pese a que Miguel le había dicho a su mujer que los ”compañeros” lo habían estado interrogando por considerarlo sospechoso de traidor, se fue con ellos muy tranquilo, sin ofrecer ninguna resistencia o protesta. Fue la última vez que sus dos pequeños niños y su mujer lo vieron con vida.
El Volkswagen siguió hasta la sede de la U.C.V., que en esos tiempos, a cuenta de la autonomía universitaria, era una guarida de guerrilleros. Los hombres se bajaron detrás de la Escuela de Bioanálisis. Casualmente donde unos guerrilleros habían asesinado el año anterior a un joven perteneciente a la Digepol. Miguel despreocupado había encendido un cigarrillo que apenas empezaba a fumar de espaldas a los otros tres. No hubo juicio, ni defensa, ni alegatos. Ya la orden estaba dada. Apenas había avanzado unos pasos cuando los otros tres desenfundaron sendas pistolas y lo acribillaron por la espalda. Cuando ya estaba en el piso uno de los camaradas se acercó y le dio el tiro de gracia en la nuca.
A causa de las investigaciones resultó detenido un profesor de literatura de la U.C.V. militante del P.C.V., pero no se supo de condena alguna. La violencia del extremismo seguiría causando víctimas por mucho tiempo.